…La condujo hasta la cumbre y buscó un rincón apartado y en sombra. Se sentaron bajo un sauce cerca del arroyo que descendía brincando entre las piedras. Las mechas del árbol caían a su alrededor formando una choza de ramas. Apoyados en el nudoso tronco se quedaron en silencio, sin tocarse, pero tan cercanos en su emoción que parecían habitar un mismo vientre. Impregnados en su consternación, cada uno sumido en sus pensamientos, sentían la proximidad del otro como un consuelo. El paso de las horas, la brisa del Sur, el rumor del agua, los pájaros amarillos y el aroma de la tierra les devolvieron lentamente el sentido de la realidad.
- Deberíamos regresar a la editorial - dijo por fin Irene.
- Deberíamos.
Pero no se movieron. Ella cogió unas briznas de pasto y se las llevo a la boca, mordiéndolas para chupar la savia. Se volvió a mirar a su amigo y él se hundió en sus brumosas pupilas. Sin pensarlo, Francisco la atrajo y buscó su boca. Fue un beso casto, tibio, leve, sin embargo tuvo el efecto de una sacudida telúrica en sus sentidos. Ambos percibieron la piel del otro nunca antes tan precisa y cercana, la presión de sus manos, la intimidad de un contacto anhelado desde el comienzo de los tiempos. Los invadió un calor palpitante en los huesos, en las venas, en el alma, algo que no conocían o habían olvidado por completo, pues la memoria de la carne es frágil.
Todo desapareció a su alrededor y sólo tuvieron conciencia de sus labios unidos, tomando y recibiendo. En verdad apenas fue un beso, la sugerencia de un contacto esperado e inevitable, pero ambos estaban seguros de que ese sería el beso que pudieran recordar hasta el fin de sus días y de todas las caricias la única en dejar huella certera en sus nostalgias. Supieron que dentro de años todavía podrían evocar con precisión el contacto húmedo y cálido de sus labios, el olor del pasto fresco y la tormentosa sensación en sus espíritus.
Aquel beso duró como un suspiro...








IA.

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